Permiso para sanar

A Víktor Luis Rodríguez

“Cuando me muera estarán tristes, como es normal. Pero, por favor, no se entretengan en el dolor”. Hace poco más de un año escuché esa frase por primera vez. Le había hecho una entrevista a Luis Rafael Sánchez y hacia el final de la conversación, me contó que justo eso le dijo su madre, pocos días antes de morir. La frase se ha quedado conmigo desde entonces. Hace años cultivo la idea de no tener vocación de mártir, de que es válido tirarse un rato al pantano, a la cueva o a cualquiera de esos lugares imaginarios en los que una puede romperse y hacerse nada hasta que ser nada sea insoportable, pero lo que no tiene sentido es quedarse ahí. Nadar ahí. Habitar ahí.

 

Pero sucede que nunca ha sido mucha la voluntad para la huida de esos lugares imaginarios. Hay, a veces, tanta comodidad en la tragedia, es tan humano y tentador cogerse pena, tocarse el violín y declararse víctima de la existencia misma. Es un estado insoportable, pero es un estado tentador. Lo resisto. Sobre todo porque la necesidad de salir de esos estados es una pulsión, un impulso vital. Es decir, porque estamos vivos nos resistimos a la derrota que significaría perdernos este milagro, a veces incómodo, a veces maravilloso. Como ocurre con el placer, que siempre se manifiesta tan cerca del dolor.

 

Hace unos días una amiga me dijo: no hay que ser débil para ser víctima de algo. Y tiene tanta razón. Tampoco se trata de no reconocer el momento en la vida en que nos toca estar bien abajo en la rueda. Ya sea por decisiones tomadas o por el maltrato que venga de un otro que puede tener la forma de una persona, de una comunidad, de una sociedad, de un país o del mundo entero. El peligro es atar la identidad propia a esa experiencia. El peligro es asumir como credo que lo único que podemos ser es dolor.

El viento siempre sabe llegar a donde va. (O cómo subir un escalón a la vez sin imaginar el destino).

 

Llevo año y medio convertida en una especie de gota de tierra que busca definición, forma. Algunos días he estado más aguada, un fanguero de mujer. Otros, he estado hecha casi barro y he salido y he reído y he olvidado cualquier sombra. No siempre es fácil empujarse hacia lo más sólido. El cansancio, la costumbre, el golpe de la gota repetido sobre la roca que ya no somos. En estos días entendí que cuando falta voluntad o se hace difícil invocarla, a veces, lo único que hace falta es que le den a una permiso o dárselo una misma por inútil que parezca el gesto.

 

El 25 de septiembre se cumplen cuatro meses desde la cirugía, tres desde la recaída. El cirujano me dio de alta y, aunque no siempre logro respirar hondo, el que me dijera que todo debe estar mejor, o cuanto menos bien y fuera de peligro de otra intervención, se sintió exactamente igual que lo que recuerdo de la sensación de respirar profundo. A veces lo consigo, me refiero a ese misterio de respirar profundo. Lleno el pulmón y medio con un poco de esfuerzo y dolor y recuerdo la cantidad de veces que le he dicho a otra persona o me he dicho que cualquier dolor se supera, se soporta y se pasa respirando. Pero, ¿qué pasa si respirar es precisamente lo que duele? ¿Qué pasa si la serenidad de un respiro ya no es la metáfora perfecta para la calma, si no todo lo contrario? ¿Qué pasa si sanar tiene más que ver con enteder el dolor que con superarlo?

 

Desde esa cita médica ya no tengo tanto miedo. Ya no confundo el hambre con aire fuera de sitio en los pulmones. Ya me atrevo a cargar a mi hijo, al fin, y empecé a hacer ejercicios. Mis músculos recuerdan movimientos, mis piernas agradecen la flexibilidad. Quiero recuperar la fuerza, aunque en realidad la sorpresa ha sido la mucha que quedaba. He vuelto a tener apetito, a comer también desde el placer y no sólo desde el hambre animal. Bocados para el paladar, no sólo para la tripa. Desde esa cita ya no me asusto cada vez que me fatigo o que me duele el costado como si el puñal fuera fresco y no ya familiar. Recupero postura. Ya no estoy encorvada, ni aterrorizada todo el tiempo de que algo o alguien me abrace o me tropiece o un punto de esos internos se explote y me rompa otra vez por el mismo medio del tronco. Desde ese día sé que me dolerá por mucho tiempo, un año o más, que las costillas rotas tardan en sanar, que habrá nervios que jamás recuperen sensación y músculos que tardarán meses en reconectar. Desde ese día tengo claro lo ganado y lo perdido. Entendí que el polvo del Sahara y los cambios en el clima los sentiré mucho más que antes y que el dolor no es una anomalía, al contrario, es lo natural. No me sentía tan humana hace tanto. Este entendimiento me ha dado libertad, paz. A veces, respirar profundo es también hacer las paces con los lugares a los que llega el aire. A veces, respirar profundo es dejar que el cuerpo se ocupe de todo y seguir su dirección. El aire siempre sabe llegar a donde va.

 

Desde ese día en que sentí que el doctor me dio “permiso para sanar” o me empujó con el alta a darme cuenta de que el proceso de sanar es tan del cuerpo como de mi propia voluntad, voy descubriendo la forma que tendrá el barro nuevo que seré.

 

Tiene su punto de absurdo el admitir esto. Si pido permiso o requiero permiso para sanar es porque reconozco autoridad sobre mi cuerpo y sobre este proceso en alguna otra parte que no es la propia. Incomoda reconocer la sumisión que viene de esa necesidad. Pero incomoda más la terquedad de no reconocer que ante el dolor una tiene que rendirse y, que a veces, la mirada del otro te permite ver el reflejo propio y autorizarte, validarte a través de ese desdoblamiento, a través del ejercicio de una sabiduría primaria: tu cuerpo sabe más que tú.

 

Tener permiso para sanar significa también no entretenerme en el dolor, intentar ignorar el aguijón del costado, descansar cuando sea posible y seguir viviendo con el dolor y la cicatriz en su belleza y su horror. Es fácil, es tentador, regodearse en las heridas. Sobre todo cuando sanan lento y supuran a la mínima provocación. Sobre todo cuando nos recuerdan la fragilidad del cuerpo mucho antes de mostrarnos su fortaleza. Tengo suerte de que las mías están en la espalda y en el costado. Nos las veo de frente todos los días. Nos damos la espalda y eso también es un regalo, un privilegio. Tener permiso para sanar es también darse permiso de olvidar un poco, de recordar la cicatriz al tocarla pero no convertirla en bandera e identidad. Tener permiso para sanar es asignarle al dolor un lugar en el cuerpo y en la narrativa propia, no perderse en él, no habitarlo permanentemente. Después de todo, muy cerca, casi rozándolo, siempre habremos de encontrar el placer.

Previous
Previous

La trampa del embarazo

Next
Next

Sigo aquí