37 hojas de albahaca

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Como a tantas personas el encierro por la pandemia me ha dado por cultivar un jardín, aunque en realidad se trata aún de unas pocas plantas. Derivo mucho placer de hacer cosas como las hace todo el mundo y a la misma vez que todo el mundo. Encuentro un cierto gozo en engancharme en el ritmo de los tiempos y en estos tiempos se cuidan plantas. No sé, tantas veces la originalidad está sobrevalorada. 

Será por eso también que me gustan los ritos aunque los disfrute más por su belleza que por credo alguno. Será por eso que a veces me dejo dominar por el ritmo que impone la cultura y, aunque no sea práctico, me gusta almorzar cuando todo el mundo almuerza o tomar vino los viernes en la tarde aunque mi semana de trabajo esté empezando, entre tantas cosas menores y mayores que no vienen al caso. Porque el caso son las plantas. También las raíces. 

De mi abuela heredé buena mano para las rosas. Me han nacido seis en unos pocos meses, cuatro de ellas de un hijito. También para las plantas de sombra que cada semana parecen regalar una hoja nueva más colorida que la anterior y para unas albahacas siempre sedientas que —tras llegar en un minúsculo tiesto del supermercado— han crecido silvestres en todas las direcciones, llenado el balcón con su aroma y exigiendo mucha tierra y un tiesto macizo, ancho y contundente. A las demás las voy conociendo, entendiendo, celebrándoles cada hoja nueva, cada capullo, viéndolas reaccionar al agua, al viento y al sol. También me lamento cuando se secan por falta o exceso de agua —así murieron las pascuas de Navidad, qué vergüenza—; y reconozco el fracaso y asumo que todavía no las descifro porque su existencia tiene que ver, no solo con lo que haga por ellas, sino con el ambiente, con el sol de Río Grande tan distinto al de Aibonito y con que, por razones que desconozco y me emociona desconocer, hay esquinas que les gustan más que otras. También porque habrá plagas o pasan cosas misteriosas en la noche. No lo sé, mucho que aprender. Pero ahí sigo, las observo, las respeto.

Creo que por eso, por el respeto, por esta voluntad de siempre hacer todo en serio aunque no me lo tome en serio al final, las plantas me han comenzado a ofrecer respuestas a preguntas que no me había atrevido a formular. Con las plantas es así, llega la hoja y la flor primero para entender la raíz después. Se dice fácil, pero qué muchas preguntas hay bajo tierra. 

Las amo todas, hasta las que se me mueren, pero con las albahacas tengo lo que se dice un follón. Es que han crecido tanto, huelen tan bien, saben tan bien. Nicanor las arranca y se las come feliz y hasta compré una tijerita especial con estuche de cuero para podarlas, porque me pareció que merecían ser intervenidas únicamente con un objeto hermoso. La belleza es la única ofrenda que se me puede ocurrir ante las inevitables y siempre necesarias heridas del crecer. Ante todos los quiebres, belleza. 

Lo que me han enseñado estas dos albahacas tampoco ha sido original, pero ha sido un quiebre y una lección que he aprendido por fin, ahora. Cuidándolas entendí de una buena vez que cuando no puedes crecer o cuando estás creciendo en una dirección distinta a la que tu naturaleza pide, es tiempo de transplantarte. Cuando la tierra no te nutre, ni te hace bien, es tiempo de moverte. Las albahacas ya van por el tercer tiesto, porque además conviene moverse poco a poco, creciendo con el ritmo mismo del crecer. Ya no me achico para ajustarme a los espacios, pero tampoco quiero crecer en tierras demasiado amplias pero en las que no hay agricultura posible. Como las plantas hay que saberse plantar y en dónde. Esta es una lección sencilla, minúscula incluso e insisto nada original —no sé cuántas amigas ya me lo habían dicho— pero todo saber se siente nuevo cuando por primera vez se descubre o cuando se piensa desde otro lugar. Y estoy en otro lugar. Soy mamá y tengo la raíz incómoda. 

Observando el jardín he entendido cuestiones de la naturaleza propia, de lo esencial. Por ejemplo, he aprendido que no tengo el corazón que la guerra requiere. En cualquier conflicto sería enfermera. No es mi motor la rabia, todo lo contrario. Me da mucho dolor de estómago, me duele el pecho, lo sufro, me cuestiono todo y pierdo el foco. Hay gente que tiene corazón guerrero, para quienes salir a la calle o al debate a defenderse o a atacar y pasar horas en un argumento o años en batalla, les genera una fuerza y una energía que les nutre. Yo no soy así. Hay veces que puedo escribir con el pecho hirviendo de rabia y lo seguiré haciendo, pero no estoy diseñada para la guerra. Lo intenté. Creí poder convertirme en eso. Creí que podría nacerme un cuero duro, pero hay cueros duros que para nacer matan demasiado a su paso y aunque hay otros, el que me tendría que crecer a mí, es de esa especie. Y yo no quiero hacer de esta tierra que soy un cementerio. Asumirlo es liberador y no tiene sentido pelear contra esa verdad que se descubre. Hay batallas que se ganan desde la compleja trinchera del autoconocimiento. Eso no es bueno ni malo, no me hace ni débil, ni fuerte. Es una cuestión de carácter y conocer el propio es la mejor manera de abonarse bien para florecer. 

¿Qué significa todo este cuento jardinero en lo concreto? Que seguiré escribiendo pero desde espacios y en un estilo más cónsono con esa naturaleza, que voy a publicar este año mi primer poemario porque en el fondo siempre he sabido que mi voz no es la del grito, sino la del susurro, y que tengo toda la esperanza del mundo en este proceso de autoconocimiento y en los nuevos caminos creativos que esta pequeña pero importante certeza me permitirán recorrer. No abandono nada, pero estaré desde donde puedo servir mejor. Gracias por las lecciones, por acompañarme, por la crítica que me hizo crecer y por inspirarme a tratar de ser mejor. Agradezco también la crítica maliciosa y la infundada, porque de la yerba mala —voy aprendiendo— se deriva también mucha sabiduría. 

El 4 de mayo pasado cumplí 37 años y celebré mi segundo día de las madres en medio de un momento horrible para nuestro país, los asesinatos de Andrea Ruiz Costas y Keishla Rodríguez. Pero incluso en medio de tanto horror, en medio del miedo, del coraje y la frustración y de un silencio reflexivo, fue posible arañarle horas a los días para cultivar un poco de alegría. A veces la alegría es eso, un arar con las manos la tierra seca, un poco de esperanza entre los dedos.

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