Escribir para el domingo
Por años el poema titulado Domingos de Alfonsina Storni me ha perseguido. Se me aparece por ahí. Y si aparece yo lo leo o lo busco para leerlo si no aparece, con la esperanza de que algún día tenga un sentido distinto al que tuvo la primera vez que lo leí. Es decir, que se sienta lleno por fin el hueco en el estómago que sentía, de vez en cuando, los domingos. Pero lo leo y siempre fracaso y se me queda la imagen de ese silencio y ese vacío del tiempo y el espacio que ella tan bien atrapa con sus versos en ese poema.
Digo que me persigue porque, también por años, por cuestión de oficio me acostumbré a escribir para el domingo. Trabajar en las revistas dominicales del periódico y escribir columnas pensadas para la edición dominical del diario, me hizo tener siempre muy presente ese día en el que se supone que empiece una semana, en el que se marque un tiempo nuevo, pero siempre se siente como una especie de no lugar, no tiempo, un espacio en el que —con suerte y cuando no toca trabajar— se ensaya una pequeña libertad.
En aquellos años empezaba la semana de trabajo cada lunes cuajando historias, ideas, entrevistas que iban a nacer para vivir y morir el domingo. El escritorio siempre daba cuenta de que ahí había pasado algo. Tanta vida acumulada en una semana y el domingo, todo aquel papeleo y caos del pensamiento, era algo así como un bodegón pero de palabras. Naturaleza muerta —hojas que no son hojas pero son de árbol—, sin más.
Lo pienso de esta manera porque siempre tuve claro que cuando se escribe en diarios lo que se escribe es, al mismo tiempo, lo más importante para alguna persona y lo más irrelevante para la mayoría. Importa tener esa perspectiva, entender que después de tanto esfuerzo tu palabra impresa pasará a recoger la caca de los pájaros o a salvar las losetas de los chorros de pintura de alguna pared renovada. E importa que, para alguien, esas mismas palabras irán a parar a su pared, enmarcadas como algo importante, un motivo de orgullo, una memoria hecha objeto. Hoy día, en el tiempo de las palabras sin cuerpo, en las ediciones digitales, sucede algo no muy distinto a esta realidad. No recogen ya las palabras mierda o pintura, pero van a parar en el fondo de los fondos de la infinita boca de esa bestia siempre hambrienta que es la web. En esa dualidad y contradicción, entre lo irrelevante y lo trascendental, se vive y se piensa cuando se escribe para los domingos.
Me hice periodista probablemente porque me hice lectora del periódico de los domingos. Sabía que ese día el ritmo natural del tiempo se desaceleraba y a mí siempre me ha gustado vivir en ese tiempo compartido que los ritmos de la vida imponen. Aunque nos resistamos, aunque nos duela sentirnos siempre a destiempo.
De los domingos recuerdo los paseos por la isla, el desayuno sin prisa y el sueño profundo, el olor a almidón sobre los uniformes de la escuela que planchábamos en la noche. Pero, sobre todo, recuerdo la energía de la semana que iniciaba, la promesa de un tiempo nuevo, un espacio nuevo, una semana nueva, una existencia que insistía en renovarse ante mis ojos. Por eso, entre otras cosas, me casé un domingo y hay muchas cosas que amo de los domingos. La mesa servida para los amigos y amigas, el deseo de estar sin más, la posibilidad de valer por lo que somos y no por lo que hacemos. En los domingos —insisto en que salvo cuando nos toca trabajar— se suspende ese afán desmedido por la productividad y es posible que triunfe la posibilidad de que existir sea suficiente.
Hace un tiempo ya que no escribo para los domingos y probablemente no vuelva a hacerlo de la misma manera en buen tiempo, pero he querido titular este espacio en honor a ese día que, en su lentitud y serenidad, suele llenarme de esperanza. Sé que llegué como diez (¿o quizás 15?) años tarde a la blogosfera, pero aquí estoy. No escribiré todos los domingos, pero escribiré como se escribe para un tiempo sereno, alejado de la angustiosa urgencia de siempre tener algo que decir, pero con la promesa de que escribir —como pasaba con aquellas hojas recogedoras de pintura— puede que no sirva de nada, y a su vez, puede que nos salve de todo.