Macacoa
¿No les pasa que desde hace unos años se ha instalado entre nosotros una sensación de caída que no nos abandona? Ese vértigo, esa cosa que uno siente cuando se lanza al agua desde lo alto, o hacia atrás esperando que el amor nos sostenga. ¿No sienten que viven en ese estado colgante, columpiante e insoportable?
¿No sienten que habitan esa sensación de caída que han experimentado tantos paracaidistas y con profundo dolor, no pocos suicidas? ¿No viven en ese sentirse suspendido en el viento esperando el golpe del agua, del amor, de la tierra pero esperando, esperando siempre?
¿No llevan por lo menos cuatro o cinco años esperando —y recibiendo— algo fuerte al final de ese estado de suspensión en el aire? ¿No viven con la conciencia de ese viene por ahí el golpe?
Esa cosa la tenemos encima, esa sensación está aquí y en todas partes. Nos ha rodeado. Se ha metido entre nuestros cuerpos, nuestras carnes, nuestros pensamientos. Está en cada emoción que intercambiamos. Nos estamos cayendo colectivamente. Suspendidos a la vez. El vértigo es la nueva bandera.
Hay gente que dice que nos ha caído la macacoa. Sé lo que significa la palabra, la escucho desde niña, la digo desde adolescente, la uso constantemente en la adultez para describir tantos periodos de la vida. Siempre precede decir “te cayó la macacoa”, a la búsqueda de un sajumerio, una limpia, alguna cosa que purgue tanta cosa.
Y aún así, a sabiendas de que sé exactamente de lo que hablo, voy al diccionario y corroboro, como siempre, como debe ser. El saber siempre debe estar a pruebra.
Dice el Tesoro Lexicográfico del Español de Puerto Rico que la macacoa alude a la mala suerte. Esa definición no me satisface. Porque aunque es justo que la digamos, que sintamos que es la palabra que mejor define nuestra realidad cuando nos contamos las tragedias y calamidades interiores y exteriores de cada casa, círculo o esquina que conozcamos, esto que nos está pasando no es meramente un asunto de mala suerte.
Nos ha caído la macacoa sí, pero más que mala suerte, es mala maña, es mala administración, es mal estado de las cosas, es mal existir en esta colonia anacrónica que hace tiempo llamamos por su nombre pero que no acaba de dejar de ser.
Porque no es macacoa que nos estén desarticulando el país, es proyecto de desintegración. No es macacoa el que nos estén tirando golpes por todos los frentes —la educación, la salud, el sistema eléctrico, las pensiones, la universidad, la posibilidad que se desintegra de un futuro aquí, entre tantos ataques—, es un esfuerzo concertado por desarticular ese nosotros que invocamos cuando decimos Puerto Rico.
Son eficientes. Los escucho. Pero cuando decimos macacoa, decimos que nos dejaron morir después del huracán, que estamos en quiebra y ni si quiera podemos impedir la imposición de los términos en los que se decide el empeñar de nuestras vidas porque en esta ecuación, somos exceso; un anejo más en la solución para los bonistas, para el mercado, para todas esas cosas abstractas que no lo son pero las presentan como tal y las defienden con garra, porque no hay un cuerpo sobre el cual reclamar justicia.
Cuando decimos macacoa, decimos no confíamos en ustedes para nada y recreamos la autopista del sur de Cortázar y llevamos en nuestros carros de manera independiente la ayuda a Ponce, a Guánica y a todo el sur de la isla cuando azotaron los terremotos, porque sabemos que no son capaces de la mínima eficiencia para preservar la vida. Fue dura esa ruta. Porque como si nos hiciera falta un nuevo derrumbre, se nos hicieron polvo ante nuestros ojos escuelas, casas y memorias. La tierra tembló y las paredes se cayeron, y al país lo sacude a diario la desidia internalizada y el deseo concertado y estratega de que dejemos de serlo.
Decimos macacoa y pensamos en el país en el que creció tanta gente, ese lugar en el que —con todos sus defectos y su historia— se podía soñar con algo y ahora soñar es un lujo que no nos pertenece. Decimos macacoa y llega la pandemia y nos reconstruye el porvenir sin la posibilidad de que ocupemos el espacio porque esta vez la amenaza atenta contra el arma final: el cuerpo, lo que nos queda, la presencia, la existencia.
Entonces me corrijo y sé que, aunque lo digo porque así lo siento y así lo he dicho y lo he vivido toda la vida, esto no se trata de una macacoa. Se trata de un esfuerzo concertado de expulsión, de un proyecto de país que está cimentado en la desarticulación final de nuestra conciencia misma de país, de nación. Un proyecto de desmotivación en lugar de motivación, un proyecto de macacoas, de mala suertes, de mal augurios para que se nos olvide que aquí el sol sale todo el año y que las aguas dulces y saladas diariamente bendicen nuestros pasos. Para que olvidemos que la única “mala suerte” en el paraíso es acceder al conocimiento y aquí hace rato que sabemos lo que está pasando. Para que se nos olvide que esta tierra tiene dueñas y dueños que saben que llamamos macacoa a algo que sabemos pasajero, porque lo haremos pasar.
Esto no es macacoa, es mal decir, mal hacer, mal pensar el país. Pero yo tengo fe y pastillas de alcanfor y más voluntad que todos los toros vivos. También conciencia de que, en efecto, en el resto de los aspectos de la vida, nos ha caído la macacoa, la de verdad. Lo sé por mis amigos con problemas familiares, laborales, existenciales y de todo tipo. Lo sé porque lo siento en la carne y en lo que no es carne. Lo sé porque sí nos ha caído la macacoa y también nos han querido hacer creer que todos los males que azotan al país son parte de ese malestar y no un diseño preciso y eficiente. Estamos mal y vamos a salir de esta. Pero el país, eso es otra cosa, es un asedio que no es macacoa de ningún tipo, es lo que siempre hemos sido, botín de guerra, descubrimiento de ocupadores, pedazo del paraíso que no vamos a entregar.
La macacoa pasa. La voluntad es terca. Ojalá haya más de la segunda.