Chustro

Al subir las empinadas cuestas de la ruta panorámica en dirección de Cayey hacia Aibonito, había que preguntarse si se avanzaba más bajándose del carro y caminando, que montadas allí mirando cómo el destartalado Chrysler de mi papá, ascendía lenta y pesadamente por aquel monte. Yo me entretenía mirando un orificio en el suelo del vehículo a través del cual, por más lento que fuera el carro, la carretera parecía moverse a toda velocidad. En broma mi padre decía que era como el carro de los Picapiedras, y a mí aquello me parecía la gran cosa. Cuando se es niña moverse de un lugar a otro, ir a cualquier parte, puede ser la gran cosa. 

Aquel carro que sonaba como sinfonía de hojalata, se lo compró mi padre al papá de uno de los chicos que iba a la misma escuela que yo. Hubo muchos carros así. Recuerdo una guagua van que mi papá compró para revender y que no tenía asientos. Viajaba a la escuela por esa misma ruta, sentada sobre una lata de galletas en la parte de atrás. Por derecho de edad, a mi hermana mayor le tocaba el asiento del copitolo. A mí me tocaba el cajón. También hubo carros lindos. Estaba el Bronco azul con el que íbamos a los enduros y el Plymouth rojo —aletas de Batman, gomas de banda blanca, guía anchísimo y finito— de 1958, la última posesión de valor que mi padre vendió después de que su dealer de carros usados se fuera a la quiebra. 

Como es natural, el amor desmedido de mi padre por los carros ha hecho que a mí no me importen demasiado. Si me llevan de aquí allá, está bien. No espero de ellos nada más, ni me emociona verlos brillados, ni logro notar las diferencias en diseño de modelos que se llevan un par de años de diferencia. Sé que para otras personas los carros importan y tienen otros valores. Casi siempre simbólicos, de memoria, de diseño o estética, de gustos particulares por la tecnología, de ética ambiental y, sí, aunque eso sí me parezca poca cosa, de estatus. Y tampoco hay que engañarse o tratar de sonar como si no nos gustara ese olor tan particular a carro nuevo, que es una cosa así como el olor del popcorn pero secretando las endorfinas del capital. Se siente bien sí, huele bien también, gusta andar en carro nuevo. Para provocar esa sensación ha sido creado por diseño y con toda intención ese olor. Tampoco es que sea tan extraordinario, es que hace tiempo que aprendimos que nos manipulamos mejor por la vía de los sentidos y pocos tan poderosos como el olfato. 

También hay para quienes la sensación va más allá del gusto. Si se siente una afinidad más profunda por los carros —que se manifiesta en esa forma tan extraña de las pasiones que hace que haya gente que se levante al amanecer un domingo a darle más abrazos a una puerta y un baúl de los que le dará en su vida a su familia— la experiencia de andar en un carro que le guste de verdad, puede ser incluso sublime. Ni hablar de los modos en que ciertas formas de la masculinidad encuentran espacio para manifestarse más allá del cuerpo, ahí donde se concentra el olor a goma chillada sobre el pavimento y el sonido a motor todopoderoso. Pero eso es hablar de carros y cultura. Sin embargo, de lo que habla recientemente el gobernador Pedro Pierluisi cuando dice que a nadie le gusta ver carros destartalados en la carretera y que “es bueno para la calidad de vida” andar en un carro nuevo y lujoso, es otra cosa muy distinta. 

Recientemente, el gobernador solicitó al secretario del Departamento de Hacienda Francisco Parés que elimine las tasas de arbitrios a los automóviles más costosos o considerados de lujo, con el interés de que haya más autos vistosos en la calle y de estimular la venta de este tipo de vehículos. Una forma de hacernos lucir mejor, según sus ópticas. Se preguntaba el gobernador Pierluisi —durante un panel de la Cámara de Comercio de Puerto Rico— en actitud de franco compungimiento y cierto grado de mal ejecutada teatralidad: “¿Por qué penalizamos al que quiere tener un carro quizás un poquito más de lujo o de mejores condiciones o con mejores atributos?”

Yo quisiera que alguien me contara cómo es que debe darnos pena el penalizar el lujo en un país en el que los derechos de la modernidad —educación, salud y otros servicios esenciales como la transportación y la luz eléctrica— son privilegio de unos pocos, o cuanto menos, una suerte de privilegio que se disfruta entre apagón y apagón. Es decir, hace mucho que vivir con lo mínimo es el único lujo que conocemos y se supone que nos de lástima y nos conmueva al nivel de la acción el ver que se le siguen ampliando los beneficios a quienes no tendrían problemas reales a la hora de pagar un carro lujoso porque cuentan con los recursos para ello. No olvide señor gobernador que el lujo es aquello a lo que se accede, una vez se han atendido las necesidades básicas, y existe un recurso sobrante para adquirirlo. 

Su comentario además se dice en uno de estos espacios, que antes de las redes sociales rara vez se hacían públicos, un foro en el que se solía poder hablar sin los filtros del discurso de clase que la vida pública le exige a un gobernante. 

Lo que preocupa es lo evidente, las palabras de Pierluis representan, ilustran, pertenecen a un modo particular de mirar el país. Es un filtro de clase privilegiada que atraviesa todas las capas de su pensamiento, de sus expresiones y, naturalmente, de su toma de decisiones. En primer lugar está la lógica capitalista extrema de descartar lo ligeramente usado y cambiarlo por algo nuevo siempre. Ya prácticamente uno no encuentra donde arreglar nada o, si lo encuentra, rápidamente un vendedor hace el cálculo y te convence de que sales mejor comprando algo nuevo que reparándolo. Las compañías —sobre todo las de electrónicos— cada día le hacen más difícil a las personas poder reparar sus equipos y a quienes reparan les hostigan con permisos, le complican la labor con piezas que parecen llaves del tesoro y han diseñado todo tipo de artimañas para que nos acostumbremos a comprar, comprar y comprar; para que pensemos equivocadamente que lo nuevo es señal de éxito, de bienestar económico y otras fantasías más del capitalismo salvaje y deshumanizado que ha encontrado en el lujo su bandera. Y vale la pena hacer la salvedad de que esto no tiene nada que ver con que a una persona le guste tomarse una copa de champán, ponerse una blusa de seda o comerse un postre decadente. Una cosa es el placer —que igual se puede acceder con una bocanada de aire fresco y tantas cosas más que no cuestan nada— y otra muy distinta es el lujo como símbolo de valor social y única aspiración celebrada en sociedad y ése es el mensaje que el estado nos envía cuando el gobernador dice semejante frase. 

Si al gobernador le preocupan las ópticas que pasee un rato por algunas de las ciudades del mundo en las que más autos de lujo hay en las carreteras. No conozco tantas pero viví en Los Ángeles, California donde existe el mayor número de personas sin hogar en todos los Estados Unidos y esto, dentro de un estado que representa la quinta economía mundial. Ni las mansiones, ni los autos de marcas cuyos nombres no logro escribir bien, podrán jamás ocultar la inequidad y la pobreza rampante en el lugar. A lo mejor debe ir más cerca, a Miami y preguntarse sobre qué realidad social y qué sistemas de valores están sostenidas muchas de esas fortunas que a sus ojos se ven “tan bien”. En otras palabras gobernador, cuidado con las ópticas, no vaya a ser que de tanto adornar la escena se le derrumbe la escenografía.

En segundo lugar habría que pensar en el mensaje que esto lleva a la ciudadanía. Para muchísimas personas que trabajan honradamente, comprar un carro usado y, sí, a veces destartalado o de mala pinta, significa la posibilidad de transportarse libremente, acceder a la educación, al trabajo, a la compra de artículos de primera necesidad, al cuido de familiares y a la salud en un país que no le garantiza a nadie una transportación pública confiable. También esa compra suele ser motivo de mucho orgullo porque suele lograrse por la vía del esfuerzo. Yo, como tantas personas, lavé pelos en el beauty de mi tía, cosí carteras de tela de saco que vendí en ferias y dí tutorías a niños más pequeños que yo en mi adolescencia y a los 16 años pude tener y mantener mi primer carro: un Tercel blanco de 1991 que mis amigas y yo bautizamos el Tic Tac. Amé ese carro con locura y viví el primer ensayo de la independencia en él. Fui la primera nena de mi clase en guiar un carro sola. A mis ojos era el carro más lindo del mundo porque era mío y eso era más que suficiente. Qué importaba que se le bajaba la tela del techo o que había que darle un cantazo para que el aire y el radio prendieran, esos detalles, más que molestia nos provocaron incontables carcajadas. Además, ¡yo era una culicagada de 16 años y ya estaba guiando un carro! Eso sí que era un lujo. 

Sé que memorias como estas se repiten en los hogares de infinidad de boricuas aquí y en cualquier parte. O peor aún, que estas memorias no son si quiera alcanzables para las miles de personas cuyas condiciones de vida no les han permitido jamás esa independencia. 

Entonces el gobernador no entiende por qué tanto revuelo con sus expresiones e insiste incluso en defenderse y decir que autos lujosos en la calle abonan a la calidad de vida. ¿De quién gobernador? Esa pregunta sí puede contestarla. Ahora bien, la que evidentemente jamás podrá responder es por qué nos insultan tanto sus expresiones. Pues aquí se lo explico. 

Los boricuas tenemos una palabra amorosa para referirnos a esos carros destartalados que tanto le hieren la retina y que nos regalaron tantas memorias de digna movilidad. Les llamamos chustros, con ternura, con afecto, con complicidad. Son carros que hemos heredado de nuestros padres y madres, tías y primas, o comprado a amigos, vecinos o hasta a desconocidos que nos cuentan el cuento de cuándo compraron el carrito del que hoy se desprenden con pena. Son carros con historia, y no la historia oficial, ni la que llega a los libros; sino la historia que escribimos en minúsculas y cuenta la épica de la persona común, la épica de todos los días, la historia de esa primera persona del plural que invocamos cuando decimos puertorriqueños. Son carros nuestros porque en ellos vivimos penas y alegrías, y con eso no debería meterse nadie. 

La incapacidad del gobernante desprenderse de los múltiples filtros de su visión privilegiada y de la manifestación más extrema y salvaje de este sistema económico en el que todo es descartable y por ello nada tiene valor, le impide entender de qué hablamos cuando hablamos de un chustro. No logra descifrar —porque su filtro para el mundo está empañado de cosas que cuestan mucho dinero pero no tienen ningún valor— de qué hablamos cuando decimos fotingo, cuando lavamos el carrito, cuando llevamos al corillo en la guagüita, en esos diminutivos llenos de querencias porque qué mucho se valora lo que con esfuerzo se consigue. Jamás entenderá esas, ni tantas otras palabras más que usamos para nombrar ese montoncito de ruedas, motor y lata que ,a pesar de todas las barreras que nos pone el país, nos ha podido llevar a algún lugar cuando hay todo un sistema que no quiere que soñemos con llegar a ninguna parte. 

 

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