Éramos tan bonitas
Las malas palabras eran aquellas que sabían a jabón. Si la niña osaba decir una palabra como zángano —que era entonces su mayor transgresión oral—, era razón suficiente para ser llevada de la mano hasta la pileta para que su boca fuera lavada de tanta mala maña, con la intención de que jamás se convirtiese en malacostumbre. La barra de jabón era ancha y azul y la boca quedaba —literalmente— limpia de todo maldecir e, irremediablemente, amargada hasta el vómito. La niña aprendió que llevar la palabra a la voz alta tenía consecuencias.
Esta no es esta una historia de maltratos —aunque así suena— es una historia de poder. Aunque la verdad, bien es sabido que el maltrato tiene todo que ver con el poder.
En aquellos años era normal, era costumbre aquello de “un golpe a tiempo”, en este caso “un buche de jabón a tiempo” y, aunque es obvio que ese tipo de crianza ha demostrado ser un fracaso monumental, la misma experiencia de castigo y purga por la “mala palabra” dicha, no deja de vivirse tanto fuera de la niñez como de los confines del jabón.
Toma tiempo construir una voz, amasarla como el pan que siempre han sido las palabras, y luego llenarse de valor para alzarla. Toma tiempo apagar el ruido de la calle, de la gente, de las redes y detenerse a decir: era esto lo que verdaderamente pensaba, lo que sentía, estas son las palabras que le dan forma y sentido a la realidad que me ha tocado.
A lo largo de toda la historia de la humanidad las mujeres —en el más justo y amplio sentido de la palabra— han encontrado los recovecos para colar hilos e hilos de voz y hacer constar así sus historias, sus experiencias, su conocimiento, sus descubrimientos y sus aportaciones para generar una lectura del mundo que se ha negado por siglos a considerar lo que piensa más de la mitad de la población. Y ha sido hasta que no ha quedado más remedio que considerarlo. Pues, sucede que en los últimos años y gracias al trabajo de generaciones de mujeres, el orden, las estructuras, la ley invisible que solo permitía el paso de la voz de las mujeres por la vía de una hilera, ha comenzado a tambalearse. El dichoso techo de cristal está a punto de quebrarse de tanta pedrada recibida a fuerza de gritos, de luchas silentes, de cuerpos puestos y expuestos, de fracasos y muertes, pero sobre todo de mujeres que se han atrevido a reconocer su propia voz y a algo mucho más transgresor: se han atrevido a usarla.
Aunque falta muchísimo por trabajar para poder hablar en justicia de equidad, es innegable que la cultura cambió. Ya nos damos cuenta rápidamente cuando en un panel faltan mujeres, ya el público simpatiza mayoritariamente con una reportera que exige a su patrono igual paga por igual trabajo, ya identificamos con más agilidad los comentarios paternalistas tanto en el empleo como en cualquier esfera de la sociedad, vemos el acoso laboral como lo que es, cada día más personas ven la violencia de género con un poco más de claridad y la llamamos por su nombre y, también, vemos sin el mínimo asombro la respuesta animal de ese orden que se niega a dejar de dominar. A muchos se les olvidó que con la profunda crisis de las instituciones —que tanto han celebrado algunos— vendría también la crisis del orden patriarcal. Ese lugar de poder adjudicado por nacimiento y reclamado con el mínimo esfuerzo, es ahora ocupado —aún en mínima escala— por mujeres o por personas que integran todo el amplio espectro de las identidades de género que no representan lo masculino heterosexual, y esto causa tanta incomodidad. Como usando una camisa estrecha, andan por ahí con el botón a punto de la explosión. Y explotan los botones y nos sacan los ojos en el proceso.
Semana tras semana un nuevo debate en la esfera pública y en ese extraño mundo paralelo que pueden ser las redes sociales, da cuenta de ello. Con un tapabocas tras otro, algunos de los grandes y pequeños señores de la comunidad intelectual del país —énfasis en algunos porque mira que los hay abiertos y solidarios— escriben grandes ensayos, columnas de opinión o sencillamente se aúpan unos a otros como una gran turba para arrastrar, barrer el piso, apedrear y hacer añicos casi siempre con falsedades, el carácter y la voz de una mujer que osó decir algo que les pareció incómodo. La violencia de sus estilos es tal, que a veces provoca nostalgia por aquellos tiempos “amables” del jabón.
Lo increíble es que muchas no pediríamos jamás suavidad, sino todo lo contrario. No se trata de tener debates mesurados y calmados todo el tiempo y sobre todos los temas. No hay ningún problema con la pasión y con los apasionamientos si un tema así lo provoca, pero rara vez la pasión va al tema, se bifurca hacia la voz, hacia la persona y ahí perdemos todos. ¿Por qué en lugar de atacar el carácter no se atacan los méritos de la conversación, de las diferencias? ¿Por qué las respuestas a un argumento contrario han de comenzar con una detallada lectura autobiográfica, seguida de una lección con ínfulas de magistral acerca de todo lo que se asume la otra parte desconoce? ¿Por qué no podemos debatir entre iguales de una buena vez, sin tanto chiquiteo? Para ello, claro está, tendrían que comenzar a vernos como tal y ahí está el problema. No queremos estar de acuerdo en todo, queremos debatir ideas y dejar de defender nuestro derecho a pensar y a compartir el fruto de ese ejercicio tan humano y humanista.
A veces recurro al humor y pienso que debo mandar a hacer una amplia colección de minúsculos violines y ante cada intercambio de este tipo, obsequiar uno de los pequeños portentos a todos aquellos que andan lamentando el hundimiento de su Titanic intelectual. Otras, hay buena suerte y la conversación se vuelve un semillero y a una le florecen nuevos modos de ver el mundo. Cambia una de postura incluso con alivio y alegría porque ha entendido algo que antes no. Entonces ahí se crece, se madura, se vuelve fruta, fermento y vino, todo en un instante. Cuando pasa es un pequeño milagro y hay que dar gracias por ello.
Pero están las veces en que es mucho más difícil. El tapabocas duele, logra su efecto y te miras al espejo y piensas que eres muy tonta, que no deberías estar metiéndote en tanto lío, que no tienes nada que decir, que a cuenta de qué has decido usar tu voz, que para qué, si total, siempre pensarán que te vendiste y que alguien te pagó por pensar, que alguien te manipuló porque es más fácil pensar eso que ir a la raíz de la discusión o la diferencia de pensamiento. Una quisiera debatir ideas, pero casi siempre se termina debatiendo lo que debiera ser no debatible: su humanidad.
Lo peor es cuando ese orden se sostiene por otra mujer. Jamás voy a olvidar a la mujer desconocida que se tomó el tiempo de escribirme directamente —luego de una diferencia de opinión— para pedirme que dejara de lactar a mi hijo, porque seguramente lo estaba envenenando con mis ideas. Esa frase me hizo llorar por mucho tiempo y con razón. Jamás debatió las mentadas ideas, tiró a la yugular y atinó. Conozco anécdotas similares de la voz de cada una de las mujeres que conozco que usan la suya.
Algunas callamos por un tiempo –para autoevaluarnos, reflexionar, ver en qué estamos fallando y en qué podemos crecer— y eso es saludable. Están las que callan para siempre, o las que buscan espacios menos contenciosos para articular ideas. Otras gritan más fuerte y sin miedo, pero somos tantas las que hemos experimentado la sensación de irnos encaracolando en nosotras mismas, hasta que nadie tiene que mandarnos a callar porque hablamos tan bajito que apenas nos escuchan. Lo veo pasar. A veces me pasa. Y esto no es bueno para nadie.
Una sociedad necesita de las voces diversas de sus mujeres en diálogo abierto y libre con toda la comunidad intelectual. No necesitamos un aplauso porque se es mujer y se ocupa algún espacio de poder y se atreve a hablar; necesitamos un cambio en la mirada para que, desde la equidad, se nos pueda criticar con dureza, firmeza, pasión, profundidad de pensamiento y fuerza sin recurrir a la barata estrategia de la turba o a la urgente necesidad de explicarnos el mundo desde el origen de las especies. Se suponía que dialogábamos, debatíamos, hablábamos juntos como sociedad porque juntos pensamos mejor. Y pensamos mejor para vivir mejor todos, todas, todes. Sin distinción.
Pero aquí estamos y ya lejos de la desagradable nostalgia jabonera, se imponen otras nostalgias. Qué mucho les gustábamos cuando estábamos calladas, como ausentes, como dice el verso aquel que hoy arrastro por los pelos del romance a este asunto. Porque en ese silencio idealizado hemos habitado por demasiado tiempo y es tiempo de asumirnos —y de que se nos considere— desde otro lugar. Porque no hay regreso posible, estamos aquí y queremos tiempo igual.
Qué mucho gustábamos cuando decíamos alguna que otra frase inteligente pero jamás más poderosa o incómoda que las frases que salieran de la boca del maestro, del amigo, de la pareja. Qué bonitas éramos cuando enmascarábamos las ideas propias bajo sus egos para lograr nuestros objetivos intelectuales y que siempre, siempre pareciera una obra original del genio. Qué mucho les gustábamos cuando demostrábamos la valía de nuestras mentes en la intimidad, pero jamás en la sobremesa ante los amigos para que no se fuera a pensar jamás que su compañera era capaz de retarle el pensamiento en público. Qué bien caíamos cuando pensábamos pero desde nuestro lugar.
Éramos tan bonitas… calladitas. Pues abracemos entonces la liberadora fealdad de estas bocas que —aunque a veces muertas de miedo— ya no saben cómo callar.